
Vuelvo a caer, una tarde más, en la decepción de las rebajas. Debe haber alguna chica, elegante a la par que informal, de estatura media tirando a espigada, con medidas de anuncio de Dove que se me viene adelantando sistemáticamente desde el dia 7 de Enero y va comprando todo lo que me gusta que no sea ilegal, inmoral o me haga gorda. La falda de Adolfo Dominguez se esfumó, la cazadora de Purificación García ya no es, el conjunto de La Perla ya marchó y solo deja tras de si el camino infernal de las alternativas sin descuento. Como en una maldición me manda a Homeless, o a ver la sección-putón de los setenta en Caramelo, donde dependientas, ora ávidas, ora displicentes, me sopesan como en un mercado de esclavas y me colocan indefectiblemente en el sector de "los económicamente delicados" o "abiertamente tiesos en busca de una ganga".
Yo recuerdo que antes había blusas de última hora, que aparecían de repente y te llenaban de ilusión ese hueco del fondo de armario tan grande en el que siempre cabe una blusa más. Prendas de marca que hacían honor a sus nobles apellidos y que todavía subsisten una emporada más, a la espera de su reentré. O zapatos, por ejemplo. Ahora sólo hay lo que técnicamente llama mi madre "foeles" y que indica la ropa arrastrada temporada tras temporada, de ínfima calidad o peor gusto, que se ofrece al comprador en estas épocas del año. Tras el foel está el final de una época y el principio de los tiempos en los que José ya empieza a darle la paliza al faraón con lo de las vacas flacas.